El Nuevo Mundo (parte 1)
Un extraño personaje, con su silueta a cuestas, hizo presencia en las calles de esta ciudad situada hacia el norte del continente Americano. Era un día muy caluroso, el hombre caminaba, más bien se arrastraba lentamente con su cuerpo tambaleante, traía algunos enseres sobre su hombro, respiraba difícilmente, tosía y se sentía el catarro en su pecho. Era difícil precisar el tiempo exacto en aquella comarca en la que no existían ni sabios para escribir máximas, ni expertos para agilizar y optimizar acciones, ni científicos para experimentar, ni relojes para controlar el tiempo. El pueblo, distante de la humanidad, alejado del tiempo, se quedó estancado en una época que no quería dejarlos. Las mujeres, sus rostros dejaban tímidamente entrever entre sus velos; los hombres, de estatura mediana, maltrechos y de ojos cansados.
Aquel personaje, siniestro y oscuro, llegó hasta la enorme puerta de madera de roble que bloqueaba el acceso al pueblo.
- “Por favor dejadme entrar”, dijo con lo último de aliento que le quedaba antes de desvanecerse.
Algunos pobladores suplicaron al máximo jefe del lugar dejarlo entrar y reposar hasta que sane y se reponga de su notable cansancio.
El máximo líder, llamado Ezequiel, dijo con una voz potente que retumbó de este a oeste, de norte a sur:
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